Dietética Digital Libre

Idiotas y miopes

Los idiotas son carnaza de selfcasting. Así llamaban los griegos a alguien incapaz de ver más allá de sus intereses inmediatos. El idiota era corto de miras, indiferente al interés público e insensible al bien común. Por tanto jamás debiera ocuparse de la política: los asuntos de la polis o de la comunidad. La democracia expulsaba a los idiotas del ágora. Eran un peligro. Veían el gobierno como un botín a conquistar o una hucha de la que recibir favores.

Los corruptos y corrompidos han ocupado el escenario de la democracia digital. Proliferan los que gobiernan un país como si fuese una empresa. Cuidan la cuenta de resultados: la tasa de crecimiento y los beneficios de sus amigos empresarios. Antes les pagaron la campaña. Cuando llegan al poder, les abren las puertas de los ministerios de economía. Y cuando cesan, tienen abiertas las puertas de los consejos de administración de las corporaciones.

La renta de los ciudadanos, la calidad del trabajo y de vida no cuentan en el balance económico. Por eso también son idiotas quienes les votan. Perciben sus intereses muy a corto plazo. Piensan en conservar el bolsillo lleno (si son “ganadores”) o en la limosna que recibirán (si son “perdedores”). Las pantallas han recortado la visión a gobernantes y gobernados. Solo ven lo inmediato, expresado en dinero.

Visitamos el Partenón para inmortalizarnos en un decorado cuyo significado desconocemos. Compartimos con los idiotas gobernantes la misma idea de la política, reducida a un negocio que se basa en la puesta en escena. El plató de televisión es el parlamento y las redes, una república de autorretratos. En 2016 Instagram alojaba cerca de 50 millones de fotos con la etiqueta selfie. El término se mencionaba cada semana en 400.000 posts de Facebook y 150.000 tuits. Diariamente nos hacíamos un millón de autorretratos.

Tres turistas sacándose una foto en el Partenón con el ‘palo de selfie’.

La multitud se fotografía, ocupa la imagen y pierde el contexto. Olvida incluso el espacio físico en el que se mueve. De ahí las aplicaciones que parten la pantalla del móvil en dos para mostrar el terreno que pisamos. Así evitamos deposiciones blandas y malolientes, que nos atropellen o partirnos la crisma. Con todo, los muertos en caídas y accidentes por autorretratarse con el móvil aumentan sin cesar. Y España llegó a ocupar el segundo lugar de fallecidos por esta causa en proporción al número de habitantes.

La obsesión por el selfie borra el significado sociopolítico del sitio donde se toma. Visitar un emplazamiento histórico conlleva el fastidio de esquivar enjambres de gentes posando. O, peor aún, te ofrecen el móvil para que les fotografíes. Negarse se ha convertido en un acto de mala educación. Pero son incordios irrelevantes, comparados con la vergüenza ajena que provocan los turistas en enclaves marcados por la tragedia.

El artista judío Shahak Shapira recopiló selfies tomados en el museo del Holocausto de Berlín, que habían sido compartidos en las redes. Los presenta en su proyecto yolocaust.de, comparándolos con sus fotomontajes. Shapira coloca de fondo fosas del exterminio nazi. El resultado provoca bochorno y alarma.

El proyecto tuvo un enorme impacto mediático y cumplió el propósito de Shapira. Sacar al debate público el tratamiento y mantenimiento de la memoria histórica, y reflexionar sobre qué actitudes son reprochables en este tipo de monumentos. Tras el enorme revuelo formado en torno a ello el artista decidió retirar las imágenes de la web y exponer la retroalimentación que había recibido.

En lo que respecta a este artículo, no se trata de entrar en cuestiones morales  y de censura de determinados comportamientos. Más bien, la intención es señalar como los valores del autobombo y la autopromoción que promueven las redes digitales comerciales desembocan en un uso lúdico de los selfies que banaliza el escenario del Horror.

Una de las imágenes que componen la obra ‘yolocaust’.

Es hora de prohibir tomar fotos y selfies en exposiciones y enclaves históricos, a ser posible en todos. Hay que obligar a dejar el móvil a la entrada. Y animarnos a rodear las obras de arte contemplándolas con los ojos, en cuerpo y alma. Llevan algo de razón las culturas que prohíben fotografiar seres humanos. Si no se dosifican, roban el espíritu.

Parecemos una masa de idiotas tuertos. Empleamos la cámara del móvil como único ojo. La visión no sobrepasa la pantalla. Y la ocupamos entera. Para retratarnos no tomamos más distancia que “la del palo del selfie”. Creyéndonos cíclopes, nuestras miradas se estrechan y acortan. También en sentido médico. Se estima que entre la mitad o un tercio de los jóvenes sufrirán miopía en 2020, por por no estar habituados a mirar más allá del móvil. Los daños colaterales también podrían ser psicológicos.

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