Dietética Digital Libre

Precio y valor en el capitalismo digital

Los realities expresan un modo de ver el mundo y nuestro lugar en él que se resume en una cita del singular Paul Lafargue: un mestizo de Santiago de Cuba, que se casó con la segunda hija de Carlos Marx. Cargado de mala leche, escribió: “El Dios-Capital trae al mundo una moral nueva: proclama el dogma de la Libertad humana. Pero sabed que la libertad no se alcanza mientras no se conquista el derecho de venderse.” (Tomado del capítulo “El sermón de la cortesana”, del libro El derecho a la pereza.)

Lafargue sostiene que trabajar es venderse y prostituirse al becerro de oro del Capital. Y que a eso le llaman ahora Libertad. Concursar, ver y votar realities o megustear en las redes son faenas que nos impone la industria de la fama y de los datos. Formas modernas de esclavitud, diría Lafargue. Él aconseja hacer el vago, dejar de currar gratis y ejercer el derecho a la pereza para liberarse. Por si no quedara claro: apagando la tele y desconectándonos.

El banquero español Juan March resumió la ideología que mueve la tele y las redes digitales. Este financiero de la dictadura franquista afirmaba que “todo hombre tiene un precio y, si no lo tiene, es que no vale nada”. Desde su tumba en el exilio republicano, el poeta Antonio Machado le habría respondido: “Todo necio confunde valor y precio”.

Portada original de ‘El derecho a la pereza’. De L Maitrier – Trabajo propio, CC BY-SA 4.0.

La seducción conlleva exhibir belleza y atractivo; que, por cierto, ofrecen muchos tipos y patrones. Despertar el deseo, con la provocación y el galanteo, proporciona experiencias fascinantes. Aporta juego, tensión y alegría a la vida. La abren al placer y al conocimiento propio y de los demás. Pero poner precio a ciertas parcelas vitales supone desvirtuarlas y, al final, pervertirlas. Vamos, cargárselas.

Al tasar la intimidad en dinero, su significado se reduce a monedas. Y al venderla se despersonaliza. Los compañeros sexuales y afectivos, igual que los billetes, son canjeables. Si los mirones dictan sus actos, los amantes se convierten en actores. Y la pasión que los mueve es la guita. Cuando el dinero entra por la puerta del dormitorio, el amor salta por la ventana. Un coito se convierte en un cheque por “un servicio”.

Rimando y parafraseando a J. March, “todo putero confunde valor y precio, porque desconoce el primero”. El mercadeo pornifica las emociones, los afectos y los cuerpos. Una carta de amor intercambiada entre amantes, por subida de tono y explícita que sea, nunca será pornografía (lo que escribían las prostitutas griegas). No se redacta por dinero ni al dictado del deseo ajeno. Los amantes (y no los mirones) hicieron con su cuerpo y contaron lo que quisieron.

El problema nunca ha sido querer despertar deseo y juguetear con él. Pero, sin darnos cuenta, vendemos nuestras pulsiones, las convertimos en mercancías. El capitalismo niega valor a lo que no tiene precio. La McTele y las redes se encargan de ponérselos. Equiparan libertad en venta y bienestar. Por tanto, nos incitan a acumular y exhibir riqueza. Y nos prometen alcanzarla mediante el individualismo posesivo.

Las relaciones se conciben como inversiones afectivas y sociales. Hemos de sacarles el mayor beneficio. Como nuestro trabajo tiene un precio muy bajo, explotamos nuestra imagen y los lazos personales. Nos exhibimos a cambio de dinero. “Vender” un hijo o un novio, cobrar por mostrarlo en las pantallas, funciona como modo de “ponerse en valor”. El cheque de la tele determina el precio de la fama. Y el número de seguidores, el de la marca digital.

El ‘me gusta’ se ha convertido en la moneda social.

“Lo que importa es quién manda”, repite Humpty Dumpty a Alicia. Nos encerramos en el País de las Maravillas de un plató o una aplicación. Para competir por convertirnos en micro celebridades, que promocionan marcas de otras mercancías. Se impone la lógica capitalista. La calidad se expresa en números: “mucho es bueno, más es mejor”. Y en rapidez: “pronto es bueno, antes mejor”.

La industria digital aplica y normaliza la mecánica de la pornografía. Transformada en ideal afectivo genera frustración. Es imposible mantener ese estándar de gimnasia genital. Al convertirse en fuente educativa, transmite los valores adecuados a un mercado desregulado. El cliente y el jefe mandan. Los trabajadores son intercambiables.

Sin espacio ni tiempo fuera de las pantallas, para percibir y pensar lo que hacemos, adoptamos una imagen que creemos propia: haberla construido y controlarla. Pero asumimos modos de vernos y representarnos diseñados para el beneficio ajeno. Y nos enajenamos. En cierta forma enloquecemos.

El objetivo de las aplicaciones de ligue no es que encontremos pareja o establezcamos una relación, del tipo que sea. Besarnos, hablarnos y amarnos nos quitaría tiempo de conexión y cortaríamos otros lazos: produciríamos menos datos. Las celestinas digitales no quieren proporcionarnos compañía y gozo de calidad. Proponen una versión degradada del placer: cuantificado y acelerado.

Los jóvenes llevan dos décadas expuestos a contratos basura, guiones ocultos y aplicaciones cerradas que mercadean con su deseo. No saben de qué va el negocio ni que es un fraude en toda regla. Desde pequeños apenas conocen otro modelo económico y social. Sin embargo, las encuestas sobre los millennials ofrecen cierta esperanza. Se muestran tolerantes, autónomos, autodidactos y colaborativos. Se sienten muy ligados a la familia y los amigos. La maquinaria digital no ha triturado su subjetividad. Tienen principios que superan el individualismo posesivo y la codicia. Y su sociabilidad rebasa las redes. Valoran lazos humanos que no tienen precio.

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