Dietética Digital Libre

El Estado vigilante o el Hermano Mayor

En 2017, casi uno de cada cuatro habitantes del mundo tenía abierta una cuenta en Facebook. Algún propagandista la consideraba “la nación más poblada”, con cerca de dos mil millones de usuarios. Y otros pregoneros ensalzaban la red de Mark Zuckerberg como “el estado más democrático”. Las primeras revoluciones del siglo XXI habían surgido “conectadas en red”. Empezaron con la Primavera Árabe en 2010. Siguieron las acampadas del 15M, que sirvieron de modelo para indignados de todo el planeta. Llamarles las revoluciones de Facebook y Twitter es etiquetarlas con un eslogan publicitario.

Los efectos democráticos de las redes digitales dependen de su uso. Los indignados las emplearon para convocarse en las plazas. Y en las dictaduras, además, para conectar con los familiares y exiliados que daban apoyo desde el extranjero. Pero centrarse en la tecnología resta protagonismo a la gente que se manifestó con el cuerpo. Sustituye las movilizaciones frente a la policía por clics. Y, no menos importante, olvida que los gobiernos usaron las redes para identificar y reprimir a los manifestantes.

Quienes saben de tecnología sostienen que “todo lo que se pueda usar para controlar y vigilar será usado para controlar y vigilar”. Por razones obvias, la publicidad de las empresas tecnológicas no remite a 1984 de George Orwell. Promete Un mundo feliz, otra novela; escrita por Aldous Huxley. Allí la dicha también se impone con la sumisión. Pero sin palos ni amenazas. La servidumbre se fomenta consumiendo una droga llamada soma. Poca cantidad proporcionaba un agradable bienestar. Dosis mayores, visiones. Y tres tabletas inducían un sueño reparador. Las revoluciones y las democracias digitales evocan ese ensueño. Ensalzan la tecnología como intrínsecamente liberadora.

El Gran Hermano de Orwell inspira a quienes entienden las redes como herramientas de vigilancia. Estamos controlados o, al menos, así nos quisieran tener. Lo demostró Edward Snowden cuando con apenas 30 años tuvo que exiliarse por sus revelaciones. Era uno de los 1.400 individuos autorizados para entrar en cualquier dispositivo digital de cualquier ciudadano del mundo. Construía perfiles “potencialmente peligrosos”, a cambio de un salario envidiable que cobraba desde Hawai. Sin embargo, lo mandó todo al demonio; empezando por sus jefes. “Son los únicos —dijo— que no saben que sigo trabajando para mi país”. Se refería al que se arroga ser la democracia más antigua del mundo.

Snowden trabajaba para la Agencia de Seguridad Norteamericana. La NSA (abreviatura en inglés) está por encima de la CIA y el FBI. A través de ella, el gobierno de EE.UU. nos espía a todos sin excepción, incluidos presidentes de gobiernos, la Unión Europea y el Secretario General de la ONU, entre otros muchos. Despliega una vigilancia preventiva y masiva. Y la aplica sistemáticamente a individuos, en principio extranjeros. Bajo cuerda, extiende sus actividades a los ciudadanos estadounidenses. Niega, por tanto, la presunción de inocencia y anula la privacidad de las comunicaciones.

Las grandes empresas digitales, casi todas estadounidenses, colaboran con la NSA. Comparten los datos de sus usuarios a cambio de respaldo político. Lo necesitan para crecer en los mercados extranjeros —EE.UU. protege sus marcas de la piratería— y para pagar pocos impuestos. Las plataformas también colaboran con los gobiernos de los países en los que actúan, cualquiera que sea su régimen de libertades. No sorprende, por tanto, que las declaraciones de Snowden propulsasen las ventas de 1984 hasta convertirlo en el libro más vendido por Amazon.

Ilustración por Raúl Arias.

Eduardo manos al teclado (en homenaje al de las Tijeras, de Tim Burton) no necesitó grandes teorías para desobedecer al Gran Hermano. Parece un personaje de ficción, que simboliza los millenials conscientes de ser ciudadanos digitales. Afirma que no nació con Internet, sino en Internet. Considera que es su casa. Y sostiene que nadie puede entrar en ella para llevarse lo que quiera sin su consentimiento o una orden judicial. También equipara la Red a las costas de Normandía: el territorio donde ahora hay que desembarcar para luchar por la libertad, igual que hicieron en 1944 las tropas que combatieron el nazismo.

Snowden ofrece un perfil bastante conservador. Quiso hacerse marine (le echaron por no ser lo bastante cachas) y votaba a un candidato independiente, pero republicano. Declara que para plantarse ante sus jefes le bastó la ideología que aprendió con los videojuegos: ganas la partida, uniendo fuerzas y aliándote con otros. Es también la filosofía del software libre y abierto, que garantiza la soberanía tecnológica. Nadie debe monopolizar la tecnología ni hacer con ella nada que no decidamos. Para eso debemos desarrollarla, colaborando entre todos, usándola y compartiéndola con limitaciones mínimas.

Perder el control de nuestras comunicaciones nos resta autonomía. La vigilancia conjunta de las corporaciones y los estados nos pone a sus pies. Amenaza la libertad. Ofrece soma a espuertas, pero abre “puertas traseras” por las que se cuela una nueva forma de tiranía. Los programadores llaman “puertas traseras” a las entradas secretas de los aparatos y las aplicaciones que permiten espiarnos sin siquiera nuestro conocimiento.

La primera semana de gobierno de Donald Trump, 1984 regresó al primer puesto de ventas de libros en Amazon. Su victoria provocó miedo entre la población agredida por los exabruptos trumpianos y que temió que recortase sus derechos. Internet ayudó a convocar protestas masivas. Pero en manos de un tirano, la Red le permite esquivar el control de la prensa y de otros contrapoderes constitucionales. Por de pronto, a Trump le permitió destruir a sus contrincantes electorales sin fundamento. Podría hacer lo mismo, pero esta vez desde la presidencia, con otros oponentes.

Los malos augurios de la novela de Orwell se confirmaron meses después. Las detenciones y expulsiones de migrantes aumentaron un 37% en los primeros cien días de gobierno del magnate. Durante ese tiempo, el Congreso y el Senado aprobaban, a instancias del presidente, una ley que hasta entonces habían vetado. Permitió a los proveedores de Internet acceder a la información privada de sus clientes y vendérsela a quien quisieran.

Ilustración por Raúl Arias.

El dictador de 1984 se hacía llamar Big Brother. La traducción literal sería Hermano Mayor. Y describe muy bien la dimensión política y el riesgo de la vigilancia estatal. Orwell terminó de escribir la novela en 1948 (jugó con los números en el título). Quería advertir de la amenaza totalitaria tras la II Guerra Mundial. En el libro, Hermano Mayor lideraba el partido único. Gobernaba a los ciudadanos como si fuesen chiquillos a los que debía vigilar y castigar. La mirada del tirano se proyectaba en los murales y espiaba desde las “telepantallas” en todos los rincones de Oceanía, una nación imaginaria. O no.

1984 criticaba el estalinismo de la antigua URSS. Orwell era comunista, pero afín a Troski (víctima de las purgas de Stalin) que aparece representado en 1984 por el personaje antagonista de Gran Hermano. Orwell luchó junto a los anarquistas españoles en la Guerra Civil. Defendía la autoorganización obrera, desde la base. Creía en la madurez del pueblo para gobernarse a sí mismo. Rechazaba el despotismo que se camufla de fraternidad. Combatió a los hermanos mayores de los soviets. Y renegó del padre de los bolcheviques, encarnado en Joseph Stalin.

Darle el título de Gran Hermano al primer programa de la McTele fue un sarcasmo o un alarde de cinismo. Los creadores buscaban el escándalo y alardear del poder que tenían para escudriñar nuestras vidas. Otro reality español, Hermano Mayor, traduce mejor el apelativo del tirano que creó Orwell. Y ejemplifica bien la función social y política de la McTele, el papel que juega en términos de poder. El poder de representarnos y de intervenir en las políticas hechas en nuestro nombre.

El programa Hermano Mayor ensalzaba la figura de un educador de ni-nis (jóvenes que ni estudian ni trabajan). Empezó a emitirse cuando apenas representaban a uno de cada ocho jóvenes, entre 15 y 24 años. Después de la crisis, llegarían a ser el 25%: uno de cada cuatro. Por supuesto que la telebasura no dobló su número. Pero les presentó como un fenómeno extendido, cuando aún no lo eran. Si constituían una plaga entonces, había que aplicar el tratamiento ya. Mejor prevenir que curar. Los adolescentes de clase baja (retratados como viciosos, irresponsables, analfabetos funcionales y vagos) eran reconducidos con obediencia y sumisión.

En Hermano Mayor los problemas desaparecían si los chicos descarriados ponían “de su parte” y aceptaban que “la responsabilidad” era suya. Debían “darlo todo” y cambiar. Ellos, no el mundo que les rodeaba. Carece de sentido intentar mejorarlo. “Acepta trabajo basura. Obedece a la familia desestructurada. Cursa una educación low-cost”. Los ciudadanos infantilizados de 1984 recibían órdenes semejantes. El mensaje era idéntico: acepta el sistema, porque es lo que hay. Y, si no, al centro de menores, también llamado de reeducación: idéntico término que los gulags estalinistas.

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