Recetario

Plato 10 – Guerras estivales de amor digital

Las dietas digitales debieran rematar con un ágape. Un banquete para compartir comida y deliberar sobre la sociedad que queremos construir. El ágape griego satisfacía el hambre pero, sobre todo, alimentaba un apetito insaciable por conversar de “lo nuestro” y “nosotros”. Darse un banquete es ponerse/amar hasta las trancas con un amor reflexivo, incondicional y universal a la humanidad. Somos ciudadanía enamorada, global y digital. Formamos una familia insumisa, como las del hip hop: la hermandad sin fronteras que inspira las utopías. Y estamos en guerra.

Os dijimos, por boca de Greta Thunberg, que no volveríamos a clase. Y luego, con la covid-19, nos confinasteis en casa y en las pantallas. Las hemos usado para darnos clase. Mientras vosotros nos poníais deberes “a distancia”, hicimos lo que debíamos: alzarnos contra las corporaciones tecnológicas a las que nos entregasteis. No nos tragamos vuestra película de la nueva normalidad. Protagonizaremos la nuestra. Nos estáis robando los datos y el futuro. Vamos a recobrar el control y la iniciativa.

Manifestación de “Fridays for Future”. By Frankie Fouganthin – Own work, CC BY-SA 4.0.

Indignados por el calentamiento global y el confinamiento digital, hoy nos hacemos un anime, Summer Wars (Guerras de verano). Animación japonesa, que es al audiovisual lo que el sushi a la gastronomía: fresco, ligero, de fácil digestión y muy nutritivo. Bello y sofisticado en su aparente simplicidad, el anime ciberpunk anticipa mucha de la ciencia ficción actual. Ved Akira (1988) y Ghost in the Shell (1995, que inspiró Matrix en 1999) o la serie Cowboy Bebop (1998): una flipada de western galáctico a ritmo de jazz.

Summer Wars se aleja de esas distopías y ofrece todo un ágape: un animado (en el doble sentido) banquete, donde los personajes no dejan de cocinar y de zampar juntos todas las recetas que hemos compartido. La dirige Mamoru Hosoda, un Hayao Miyazaki (el maestro del anime) con 40 años menos y se nota. La película va de adolescentes que maduran haciendo la transición que necesitamos los usuarios tecnológicos: abandonar los espejismos infantiloides. Y adoptar una actitud serena, consciente y consecuente; pero no muermo. El reto es conservar la curiosidad y la alegría ante el cambio, al tiempo que la lucidez. El fracaso sería en caer en esa identidad viejuna, nostálgica o derrotista que repite “en mis tiempos…” o “para el tiempo que nos queda”.

El tiempo de todos es ahora. Uniéndonos entre generaciones, seremos soberanos de nuestra época. Así lo entiende la familia Jinnouchi, la verdadera protagonista de Summer Wars: tradicional (son una saga de samuráis) pero abierta a Kenji. Él es un chaval tímido con un enorme talento matemático, que está enamorado de Natsuki, una popular chica del instituto. Ella le invita a pasar unos días en casa de su abuela. Única condición: que finja ser su novio. Natsuki le prometió a la matriarca presentarle uno antes de morir. El verano, le avisa un amigo a Kenji, “viene repleto de chicas y sandías”. Y acierta de pleno. Las sandías alcanzan su punto de sazón y evocan la pasión. Pero que nadie se confunda, la chica “casamentera” será una digna heredera de Los siete samuráis de Kurosawa y de Judy Garland en El Mago de OZ.

Kenji, miembro genuino de la Like Generation, es programador auxiliar de OZ: un gigantesco mundo virtual donde comprar, jugar y comunicarse. Acoge millones de usuarios, empresas y organismos públicos. Representa una plataforma digital que monopoliza las comunicaciones mundiales, como las GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft). La aventura estival consiste en enamorarse y defender el ciberespacio. Nosotros haremos la segunda parte: la batalla para construir un ciberespacio federado y diverso.

Cartel de la película “Summer Wars”.

Un programa de inteligencia artificial, Love Machine, desata el caos. Crece en OZ absorbiendo las identidades de otros usuarios y pone en riesgo el planeta. ¿Alguien dijo Facebook o Weibo? Kenji y el clan familiar intentarán arreglar este desastre. Se saben en parte responsables. Samuráis de toda edad y condición pelean por el espacio virtual, igual que defendieron su hacienda siglos antes. Creen como Snowden, Manning y Assange que “Internet es nuestra casa”. Son hacktivistas diluidos en la cibermultitud. La gesta que remata la película inspira coraje digital, cívico y colectivo.

Perdidos en la plataforma

OZ toma el nombre de la película de Hollywood, El mago de Oz. Un ilusionista enloquecido empleaba la tecnología para vivir del miedo que inspiraba. Una niña (J. Garland) le desenmascara. Love Machine es el Gran Hermano, el César digital: Zuckerberg o Trump. Es la cara oculta del Waldo que vimos en Black Mirror. El troll político que absorbe nuestras energías y atención. Ocupa el espacio publico exhibiéndose en toda su monstruosidad. Se alimenta de nuestro miedo.

Love Machine se mantiene, igual que la industria digital, extrayendo, acumulando e incorporando datos. “Esa cosa solo quiere adquirir conocimiento, entonces continuará recopilando la información y la autoridad de todo el mundo”, dice su creador. Traga identidades digitales y crece sin cesar, destruyendo su entorno. Absorbe empresas e identidades digitales, con efectos parecidos.

Cuando Love Machine le roba a Kenji la cuenta, este ni siquiera puede llamar por teléfono. La abuela de Natsuki muere porque una aplicación no avisó de su estado. El tráfico colapsa, los sistemas de seguridad se desactivan… un satélite está a punto de impactar en una central nuclear. Las plataformas facilitan la vida y ya son imprescindibles. Cierto, pero la arrasan si nos abducen.

Defenderemos nuestra identidad digital, dentro y fuera de las pantallas. Nos desconectaremos temporal y parcialmente, como medida de higiene elemental. Rechazaremos el ranking digital de la publicidad, las aseguradoras y los bancos… También el de la “escuela online” donde nos confináis, dándooslas de modernos.

Tradición e innovación: samuráis, hackers y niñas coraje

Esta historia rezuma cultura nipona. Refleja una sociedad machista, jerarquizada y arraigada en la tradición. Pero respeta a los mayores, sean hombres o mujeres. El género aún marca diferencias en y ante las pantallas. En un viaje familiar, los niños varones más pequeños se sumergen en las videoconsolas. Mientras, la niña se abraza a su madre, atenta a la conversación con Natsuki. Ellos se entregan a la pantalla y ellas a los afectos. Reproducen el sexo masculino – ligado al espacio público y la competición; y sexo femenino – recluido en el espacio privado y los cuidados.

El patriarcado impera en el clan Jinnouchi, pero las mujeres se lo saltan varias veces. En un momento clave, la matriarca llama a sus contactos en las altas esferas con un teléfono de los antiguos, pero le permite hacer frente al follón generado en OZ y en el mundo real. “Uno con el otro, como en los viejos tiempos”, dice la abuela a sus viejos amigos con eco mosquetero. Así anima a los viejos contactos (de su agenda de papel) y a la familia para batallar en un frente común.

La abuela ejerce su autoridad con benevolencia y comprensión: incluye en la familia al hijo de una relación extra-matrimonial de su difunto marido. Wabisuke, que así se llama, creó Love Machine en EE.UU. “Lo único que hice fue darle la urgencia de adquirir conocimiento. Entonces, los militares de algún país vinieron a mí y me pidieron que se lo vendiera para hacer unas pruebas. No esperaba que se hicieran en OZ”. Parece que habla Edward Snowden. Tras el 11S, el espionaje estadounidense acabó interceptando y escaneando todas nuestras comunicaciones. Aliado con las tecnológicas, confinaron a la población mundial en un banco de datos para el ciberespionaje y la mercadotecnia. Entonces Wabisuke, como Snowden, se enfrentó a sus jefes y peleó del lado de la ciudadanía. Pero esta no es una historia de machirulos.

El antagonista de “Summer Wars”, Love Machine.

Natsuki, el amor de verano que compartimos con Kenji, muestra iniciativa propia y tesón guerrero. En el combate contra Love Machine, releva al gamer familiar, King Kazman. Le reemplaza después de que el monstruo le parta la crisma (digital) al chaval, a pesar de ser un campeón mundial de videojuegos. En lugar de jugarse la pasta en una timba de póker online, Kazman actúa como un verdadero samurai. Practica tai-chi antes de pelear en OZ. Se prepara y entrena su cuerpo fuera de la pantalla. Sigue pasos y posturas de las generaciones anteriores. Los repite acompañando a sus mayores. Lo más moderno es mezclar innovación y tradición; lo más actual, ser consciente del pasado.

Renunciando al exhibicionismo digital, Kazman cede el capital simbólico (los seguidores) de su avatar (un alucinante y peleón conejo sideral) a Natsuki. Esta derrota (temporalmente) al monstruo jugando al Hanafuda online, un juego de cartas tradicional. Su pelea desencadena una avalancha de solidaridad. Los usuarios de OZ ceden a la chavala guerrera sus identidades y se funden con ella. Una cibermultitud global se adhiere en apoyo a Natsuki. Como G. Thunberg, es una niña coraje, nada que ver con una influencer. También apareció en El Ministerio del Tiempo, con el nombre de Iria, pero solo Vox se dio cuenta. Seguís sin reconocernos, pero somos cibermultitud, dentro y fuera de las pantallas. Nuestro hogar es el mundo.

Hospitalidad y hogares digitales

OZ pretende ser un paraíso virtual donde realizar cualquier actividad con plena libertad. La voz introductoria señala el coste: “tu información personal es administrada de forma segura por nuestro World-Class Security System, así que puedes relajarte y disfrutar”. “Sistema de seguridad de clase global” a cambio de “tu información personal”. Y con ella, manejan los hábitos y las prácticas dentro y fuera de la pantalla. Pero el monstruo crackea el código de seguridad de la plataforma. Su avaricia rompe el saco.

El ansia de lucro de las corporaciones digitales nos deja vendidos ante quien tiene conocimientos y recursos para manipularlas. La “máquina de amor”, según Wabisuke, “no tiene ideales y desconoce el odio”. Love (Like) Machine revela la monstruosidad de una falsa neutralidad tecnológica. Aplica la McDonalización al Big Data. Le importamos solo como datos. Nos reducen a ellos. Nos tratan como tales. “No tiene ideales”, dice su creador, que no sean acaparar conocimiento y poder sobre nosotros. Coloniza el espacio digital y nuestras vidas, desaloja a quien muestra autonomía y soberanía tecnológicas.

El clan samurái convierte el hogar en el cuartel general de la batalla digital. El primer ataque contra Love Machine consiste en encerrarle y ahogarle en una versión virtual de la hacienda. La residencia de los Jinnouchi (igual que nuestras casas) es el territorio a defender y desde donde combatir. Acopian servidores y refrigeradores, muestran la base material de lo digital. La nube no existe, es el “ordenador de otra persona”. Ahora, dicen los samuráis, es nuestro. Y nuestra, también la iniciativa.

En la batalla final, ante la amenaza de un satélite cayendo sobre una central nuclear, Kenji entra en acción. ¡Atención que viene el spoiler! Abrid otra pantalla y vedla juntos, con quien más queréis. A los que seguís leyéndonos os contamos el secreto mejor guardado de la película. Resulta que Kenji vence a Love Machine con tecnología arcaica: papel y bolígrafo para descifrar la clave de entrada a OZ. Luego usa su mejor computadora, la que tiene entre las orejas. Su mente es capaz de retener la tercera y definitiva contraseña. “Si unimos nuestros conocimientos y recursos, podemos derrotarle”, había dicho Kazman. Nuestra familia es política y universal. Nos sostiene en cada derrota, apoya nuestra estrategia y con ella celebramos siempre victorias colectivas. Porque el coraje no reside en batir enemigos, sino en mantener el deseo de combatir.

La hospitalidad, nacida de lazos de sangre y políticos (en su sentido más amplio), nos recuerda que no somos autosuficientes y que precisamos de los demás. La acogida de los Jinnouchi a Kenji le da confianza para desplegar su potencial. El aislamiento y el individualismo competitivo convierten la Red en un territorio inhóspito y hostil. Genera marcas digitales frágiles, porque carecen de vínculos humanos y sociales. Oculta que si sumamos nuestra fragilidad, juntos somos invulnerables.

Queremos construir identidades y comunidades hospitalarias. Luchamos por conquistar espacios de seguridad compartida, abiertos al exterior, a los viajeros del ciberespacio. Nos reconocemos migrantes en tránsito permanente. Pasamos de las zonas de confort para los de dentro y de conflicto con los de fuera. Gestionaremos la extrañeza frente al extranjero, lo ajeno y lo imprevisto de la Red. Lo haremos desde la consistencia de las redes presenciales y los vínculos sólidos. Nos permiten pensarnos en relación a otros, abandonar inercias y repeticiones estériles. Sabiéndonos interdependientes, reconocemos derechos y deberes recíprocos. Disfrutamos de placeres nunca soñados, porque provienen de encontrarnos y hacer cosas con “otros”.

El Gran Hermano digital convierte todo lo que deglute en sí mismo, en más de lo mismo. Los datos que absorbe le proporcionan más volumen, más soledad, más odio a la diferencia. Disfrazado de Máquina del Amor, crea un gigantesco troll colectivo. Cierra el código de acceso a la Red; acaba con la neutralidad y la universalidad. Impone diferencias y fronteras. Niega la ciudadanía digital a quien no le entrega su identidad. Desconoce el placer de la sorpresa y la alegría de lo inesperado y compartido.

Sin triunfalismos ni prepotencia conquistaremos derechos, reconoceremos obligaciones y, entonces, desplegaremos las libertades digitales. Lo haremos de forma reposada para que dejen poso. Vamos sobrados de pensamiento positivo y solucionismo tecnológico. Asumimos que la tecnología no trae solo beneficios, que los reparte desigualmente y que nunca erradicará nuestras limitaciones.

La máquinas y los algoritmos no nos harán mejores ni peores. Sabemos que no es cuestión de optimismo o pesimismo, de poner más esfuerzo y empeño individual en medrar. Basta de monsergas, movilizaremos nuestras energías, inteligencias y afinidades colectivas, con vínculos fuertes como la lealtad, la responsabilidad o la cohesión. Y las cultivaremos, como nuestros huertos. Y, como estos serán también nuestros laboratorios tecnológicos: sostenidos en una libertad individual que se nutre de identidades colectivas sólidas, memorias históricas y familiares. Esos lazos no nos atan. Nos potencian en la Red.


Si no podéis pagaros o descargaros esta película, os echamos un cable 😉

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