Dietética Digital Libre

Indignados y dignidad en venta

El primer paso obligatorio en una dieta es reconocer lo que a uno le sobra. Reconozco, por tanto, que ya no aguanto un reality entero. Lo veo por una obligación que me impongo, para entender a quienes creo que debo dirigirme. Tras acabar este libro, no tragaré más McTele por un buen período de tiempo. Y cerraré mis cuentas en las redes. Porque, a pesar de que apenas las atiendo, me quitan tiempo. Y, en vez de ampliar mi espacio social, siento que lo achican.

Si me dejo llevar por la vorágine digital, me falta el aliento. Y, al final de una jornada pegado a la pantalla, me siento solo. Las redes de carne y hueso son bastante exclusivas. Me exigen más, pero también me dan la compañía que mejor me define. Mis hijos son la única patria por la que lo daría todo. El único gobierno ante el que me arrodillo es el de “mi señora” (léase con acento galaico-portugués de una cantiga de amor). Mis padres son la memoria viva en la que me reconozco. Y las amistades “de siempre”, la base que sostiene afectos y la red que impulsa proyectos.

Alabadas sean las pantallas y benditos los teclados que nos unen a quienes amamos, sin necesidad ninguna de convertirnos en adoradores tecnológicos. Porque los vínculos de mayor potencia no se alimentan de baterías. Regalan cuidados, con los ojos cerrados y a cambio de nada. No saben de favoritismos ni de enchufes. Las identidades más sólidas no dependen de máquinas. Nacieron sin necesitarlas, pegadas a la piel. Y se consolidan con el roce. Mientras nos conectemos para estar más tiempo y hacer más cosas juntos, perfecto.

La tele y las redes digitales no son la causa de nuestros males. En sí mismas no resultan tan importantes. Importa quién las controla y para qué las usa. Reapropiémonos de ellas. Utilicémoslas, entonces, para hablar de democracia real, trabajo digno e identidades que no sean mercancías. El 15 de mayo de 2011 los indignados llevaron esas demandas de la Red a las plazas. No era una movilización virtual en sentido negativo: es decir, una ilusión. Algo que construye y consume la gente ilusa, que vive de ilusiones. Eso dijeron muchos de los perroflautas. Aunque lo tenían más difícil con los yayoflautas (abuelos y abuelas de los anteriores).

El 15M gritaba “No somos mercancías en manos de banqueros y políticos”. Mostraba lo que es capaz de hacer una multitud, que no es presa de la Red, sino que la emplea para ampliar su horizonte de expresión y desarrollo. La gente común usaba Internet para trabajar, estudiar y divertirse. Y en el 15M usaron las redes para exigir derechos laborales, educación pública y más democracia. Aspiraba, en última instancia, a hacerse presente en el Parlamento y el gobierno. El productor de la cadena que hizo famosa a Belén Esteban, la celebrity de la McTele, propuso bautizarle “la Princesa del 15M”. Cuesta esfuerzo encontrar una manipulación más burda de la indignación social.

Belén Esteban y el pequeño Nicolás (el joven colega de los poderosos) fueron algunos de los concursantes mejor pagados por Gran Hermano VIP. Son los modelos sociales (Very Important People) que proyecta la McTele. Nicolasín incluso coqueteó con la posibilidad de tener una trayectoria política y llegó a presentarse a senador. Buscaba la inmunidad parlamentaria, porque estaba acusado de tráfico de influencias y suplantación de identidad. Se había ganado el salario de la McTele organizando fiestas con empresarios y políticos. Sus redes de influencia eran tales que llegaban a la Casa Real y formaba parte de una mafia de policías.

Belén Esteban, ganadora de Gran Hermano VIP.

Belén Esteban y el pequeño Nicolás demuestran quién saca rentabilidad de la McTele y cuáles son las redes que importan. Para el sexo femenino, se valora ser la mujer (amante, esposa, divorciada, maltratada…) de algún tío (amante, novio, marido y/o chulo). Y para el sexo masculino, formar parte de las redes clientelares (amiguetes, cuñados, enchufados…) y tramas de poder.

La McTele se ha expandido con las redes, en un entramado que produce personajes públicos a cambio de que vendan sus relaciones personales. Deben convertirlas en recursos para autopromocionarse. Un matrimonio- divorcio o un círculo de amigos-enemigos acaban siendo relaciones de conveniencia e interesadas. Su valor depende del espectáculo que pongan en escena y los beneficios que reporten.

La industria digital de la fama premia a los palmeros de quienes ya son celebridades o tienen poder. Una tal Belén inició su carrera como consorte de un torero conocido por sus fantasmadas. Y un tal Nicolás fraguó la suya acudiendo a los actos del Partido Popular para aprender a trepar. En el tránsito hacia la popularidad, la dignidad está en venta.

Convertirse en celebrity digital no anula la dignidad de una persona. Pero respetarla no implica aprobar sus métodos y valores. El regusto a pornografía de los realities y el que rezuman bastantes selfies no es casualidad. Pornografía significa, en griego, escritura de las prostitutas. Y ese es, precisamente, el estilo biográfico que exigen la tele y las redes digitales. Nos impulsan a vender nuestro pasado, presente y futuro. Todo por la mirada y el dinero del cliente.

Un personaje como Nacho Vidal, la figura más conocida del porno español, revela la limitada ganancia de quien vende el cuerpo a cambio de fama. Fue acusado de limpiar dinero negro de la mafia china. E intercambió la prisión preventiva por encerrarse en una casa con otras prostitutas. Él era la mejor pagada y la madame del prostíbulo. Ignacio, sin las relaciones de Nicolás, no entró en Gran Hermano VIP. Retransmitió por la Red sexo mercenario. Y mostró la estación de llegada para quien se prostituye en la carrera de las celebrities: una cárcel con barrotes de oro falsos. Pintados de purpurina y forjados con la (auto)explotación: propia y la de quien tienes al lado; siendo precisos, en cama.

Si sumamos Nicolás (con cincuenta años más) y Nacho Vidal (con bastante más pasta) dan igual a Donald Trump. Estos machirulos quedan mal parados si los comparamos con algunas chicazas que han sabido usar las redes para proyectar una carrera profesional o política. La Red y las redes son sustantivos con género femenino.

Zilla van den Born es una holandesa que durante más de un mes contó a sus familiares y amigos que estaba haciendo un viaje por el sudeste asiático. Era pura invención y ella misma lo desveló, enseñando las fotos originales y cómo las había tratado con Photoshop. Se fotografiaba sentada en casa o en un parque y luego ponía de fondos exóticos un bazar o una jungla. Su mensaje fue contundente: “No soy la de mi muro de Facebook”. Se convirtió luego en una diseñadora bastante reconocida, mezcla de Lady Gaga y Coco Channel. Dirige su propia empresa, porque antes supo dirigir su imagen pública.

Jules Spector es una bloguera norteamericana que comenzó a hacerse conocida con 13 años. En pocos años se convirtió en una referencia mundial del feminismo y asesoraba a la ONU. Su identidad digital se expresa en plural: “Yo, nosotras, somos esas”, refiriéndose a todas las mujeres con las que comparte campañas. Ha sabido disolver su yo, el ego, en el nosotras. Como Zilla, hace un uso lúdico de su imagen, expresa lo personal en términos colectivos. Usa las redes con límites, para alcanzar objetivos que comparte con un grupo de colaboradores que le enriquecen.

La McTele, como la comida basura, sirve para salir de un apuro. Convertida en dieta única, acaba intoxicando. La película Super Size Me (que proponemos como postre del primer menú en nuestra web) muestra que, si haces como el protagonista y solo comes en McDonalds, acabas en el hospital. Con la tripa rebosando las caderas y el colesterol taponándote las venas. Sintiéndote como cuando te pegas un atracón de esos programas de tele tan malos, tan malos… que duran temporadas cortas. Si se alargan, aburren. Resultan demasiado previsibles, huelen raro y caducan pronto. Como el ligue de Internet que no pasa de la primera cita; por mencionar un producto parecido y siempre de oferta en el mercado de los afectos digitales.

Imagen de la portada del documental Super Size Me.

Abundan los académicos que defienden la McTele. La disfrutan porque la analizan como un documental o una novela. Comparan formatos y narrativas. Le sacan un jugo increíble. Producen artículos ocurrentes y presumen de ver telebasura sin complejos ni remordimientos. Además, según alardean en Facebook y Twitter, descubrieron antes que nadie las últimas series de la HBO o Netflix. A la vez, comentan la última expulsión de Gran Hermano. Están a la última. Lo prueban todo antes que nadie. Y piensan que el resto del mundo debiera imitarles. Pero tendríamos que tener su dinero para acceder a todo. Y ser tan cultivados como ellos en tantos registros diferentes, para disfrutarlo y soltar el emoticón del ja, ja, ja a la primera.

Los canis y las chonis de Gandía Shore, los pijos malos y los (que se creen) “normales” de Operación Triunfo ignoran lo que podrían llegar a hacer con sus móviles. Tampoco saben lo que esos cacharros hacen con ellos. Consideran la McTele un manjar exquisito, porque no conocen otros platos. No ven las teleseries escritas por los guionistas mejor pagados y con más financiación que cualquier película. Esos programas de ficción retratan el mundo mejor que un documental. Enganchan por la tensión bien construida, la risa inteligente y una crítica acerada.

La mayoría de nosotros ignoramos la relación entre el anonimato y la libertad. Renunciar al primero implica perder la segunda. Quizás no lo sepamos, porque nadie nos enseñó a decir no, ni tuvimos que pagar el coste que conlleva. Los protagonistas de la McTele y las celebrities de las redes renuncian al verdadero protagonismo público. El de quien se la juega por la libertad de los demás. O el de quienes sostienen callada y anónimamente el país, la familia o un grupo de ocio. La industria digital y del espectáculo nos ofrece fama vendiendo la dignidad e hipotecando la autonomía. Se aprovechan de que desconocemos las redes que promueven igualdad y fraternidad. Y de que nos faltan las relaciones personales que dan sentido a las digitales.

Una buena dieta no culpabiliza ni culpa a nadie. Responsabiliza a quien la quiere seguir. Una oferta televisiva cutre construye televidentes con gusto cutre. Las familias y las escuelas, con sus prejuicios e ignorancia, idealizan o demonizan las pantallas. Sin pretenderlo, dan motivos de sobra para “enredarse” en una madeja de conexiones sin fin. Pero no adelgazaremos al Gran Hermano pasándoles la responsabilidad a los padres y maestros, a la escuela y al “sistema”. La responsabilidad es de quién compra y enciende un dispositivo.

Comencé a escribir este manual de autoayuda pensando en unos niños de pueblo que se conectaban a la Red para comentar los primeros realities. Empecé a preocuparme al encontrar bastantes alumnos universitarios enganchados a Gandía Shore. Cuando mencionaba ese programa en clase era el único momento en el que la mayoría prestaba atención. Muchos hacían que tomaban apuntes, mientras escribían en Facebook como posesos. Los descubría porque era imposible que dijese tanta cosa interesante. Y porque paraban de teclear cuando me acercaba. Algunos llegaban a gritar “¡toma!” ante alguna novedad en su muro. Estaban fuera de sitio y yo más.

Los graduados en Comunicación y Periodismo apenas conocen otra televisión ni otras redes que las más comerciales. Para escarnio de la universidad y de quien escribe, la mayoría no tiene repajolera idea de lo que contamos aquí. Con muy honrosas y gratificantes excepciones, nunca me hicieron demasiado caso. Pero jamás pensé que llegarían a asaltarme en el Parque de El Retiro. Bueno, mis alumnos no. Otros parecidos.

Paseaba una tarde de primavera con “mi señora” y los críos. Se nos acerca una chica que se presenta como “universitaria”. Lleva en la mano un plato de plástico con un trozo de nata montada muy poco apetecible. Menos mal que no vende comida. Me propone, en cambio, tirárselo por “un euro o la voluntad”. No entiendo. Le pido que repita. Y sí. —“Que por un euro, me puede lanzar esto a la cara. O dónde usted quiera, vamos”. Sonríe y espera. Acepta que le humille a cambio de dinero. Espera que disfrutemos en familia.

Le pregunto si ese es el trueque. “¿Quieres que paguemos por agredirte y reírnos de ti?” Suelta: “Claro, es por una buena causa”. “¿Cuál?”, pregunto. —“El viaje de ecuador.” Me inquieto. Y como a un mendigo pelma, digo: “Por favor, toma este euro. No te degrades”. Eran tiempos de indignación, el 15M acampaba en la Puerta del Sol. Y aquella moza quería pagarse unas vacaciones low cost a costa de su dignidad.

Seguro que no me entendió. Quizás no tuviese derecho a decirle nada. Voy a intentarlo de nuevo, con más calma y detalle en las próximas entradas de ‘Dietética Digital Libre’.

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