Recetario

Plato 4 – El festín del César

Los tres capítulos de Black Mirror que hemos elegido abordan la subjetividad, las relaciones y la política digitalizadas. En el primer episodio vimos que las corporaciones formatean y canalizan nuestros deseos hacia un consumo irracional e insostenible. En el segundo, los algoritmos establecían el ranking de cuánto valemos para los demás. Y ahora constatamos que todo esto promociona determinados personajes que aprovechan los sesgos de la televisión y las plataformas digitales para hacerse públicos y alcanzar el poder.

Donald Trump es el máximo exponente del destropopulismo encarnado por Boris Johnson (y los movimientos pro-Brexit) en el Reino Unido, la Liga de Salvini en Italia, Le Pen y su Reagrupación Nacional en Francia… y Vox en España. El multimillonario neoyorquino protagonizó un reality del que era propietario durante más de una década (The Apprentice) forjando un personaje público tan popular como despótico. Luego empleó Facebook para insertar propaganda electoral micro-segmentada; controló la agenda electoral y los perfiles de ciertos votantes, claves para su victoria. Y, al mismo tiempo, usó Twitter para comunicarse “directamente” con sus seguidores. Evitó el escrutinio de los medios hostiles a quienes acusó de ser “enemigo del pueblo norteamericano”.

Tras varios escándalos y ante la inminencia de nuevas elecciones, las corporaciones digitales venían afrontando una oleada de críticas. Facebook respondió primando los contenidos de gente cercana y los círculos próximos. Contrató varias agencias para contrastar contenidos no publicitarios. Y renunció a verificar la propaganda electoral; que, en cambio, Twitter acabaría prohibiendo. Ya no acepta pagos a cambio de mayor visibilidad para la publicidad política. Y ha llegado a bloquear temporalmente algunas cuentas, entre ellas la de Vox.

Facebook ha elegido el modelo de las comunidades digitales (consumidoras de publicidad) y Twitter, el de una esfera de debate público (también al servicio de la mercadotecnia). Por ello comenzó a adjuntar información fáctica o a invisibilizar algunos mensajes de Trump. Desató así la ira del presidente, que amenazó con restringir la inmunidad que hasta ahora disfrutaban las redes corporativas. Un berrinche, con pocos visos de prosperar y apenas consecuencias, excepto mayor autobombo y polarización.

Twitter etiquetó un mensaje de Trump que cuestionaba la validez del voto por correo (añadió un link a la legislación) e invisibilizó otro tuit que exacerbaba el conflicto racial desatado por la muerte de George Floyd. Fue, sin embargo, redifundido por la cuenta oficial de la Casa Blanca y Twitter nunca se planteó cerrar la personal de Trump. De hecho, TWT intenta pervivir como foro de debate (y de extracción de datos) tras fomentar la polarización hasta grados intolerables: un Presidente que cuestiona el proceso electoral y dinamita la convivencia social. “Sabíamos que, desde una perspectiva comunicativa, se desataría el infierno”, afirmó el vicepresidente de comunicaciones globales de Twitter. Facebook, por su parte, ha criticado la decisión de TWT y ha evadido fiscalizar la propaganda electoral: la publicidad constituye su principal fuente de ingresos y, en buena lógica, no verificará a ninguno de sus mayores clientes. Aunque pueda ser (re)elegido presidente de los EE.UU.

Estas medidas corporativas buscan mantener una mínima reputación pública y que los usuarios no marchen a otras redes muy competitivas (como la china TikTok, que ha destacado en la Covid-19). La industria digital, como la cultural, persigue el lucro; aún a costa de la salud, la calidad democrática. “El Momento Waldo” revela que la degradación política da paso a la pseudocracia (el gobierno de quien mejor miente).

Waldo es interpretado por un cómico frustrado, profesional y personalmente. Este personaje de dibujos animados, un oso azul, llegará a protagonizar un late night show a medio camino entre Buenafuente y El Hormiguero. Tras un rifirrafe con un candidato, el productor presenta al monigote a las elecciones. Se trata de una operación de marketing para Waldo, convertido ya en éxito de audiencia por su humor soez y macarra. Pero desvelará el hartazgo y la indignación ante una “clase política” alejada de la realidad y de los votantes que representan. O eso se supone.

Waldo representa (como Trump) el troll por antonomasia. Ambos cuentan con un programa propio que les sirve de potente altavoz: el reality de Trump y el infoentretenimiento de Waldo, viralizados además en las redes. El troll genera ruido y absorbe atención. La libertad de expresión es la excusa, y el anonimato el escudo para lanzar exabruptos que marquen la discusión. Tras el despliegue de “incorrección política” y “humor negro”, se desea generar conflicto y tensión. Anular al interlocutor y erradicar los argumentos racionales.

Los césares digitales se han apropiado de la (contra)cultura enraizada en los foros más oscuros de Internet. La atención y las respuestas agrandan al troll, cuando la consigna debiera ser “don’t feed the troll” (no alimentes al troll). Si no, acapara el debate y sepulta cualquier propuesta de consenso.

Las celebrities y los trolls triunfan en el entorno digital. De ahí el éxito de Trump, que aúna ambas figuras. Las redes-plataformas se rigen por la economía de la atención. Al favorecer la abundancia de información y comunicación (mucha oferta), su valor disminuye. Mientras que aumenta el de la atención necesaria para consumirla. Su escasez la convierte en el bien más preciado y el éxito reside en atraparla. De modo que, cuando algo capta la atención (como ocurre con Waldo-Trump), la fórmula se explota, acentuando el sensacionalismo y la provocación, hasta agotar las vías de ingresos. Así se hace patente el carácter extractivista de la industria digital. Extrae recursos (la atención) hasta agotarla, contaminando el entorno (en este caso, la política).

Como haría Trump en 2016, la candidatura de Waldo muestra cómo se degrada una campaña electoral. La política se convierte en espectáculo. Y al entregarse a este pastiche los políticos revelan que no tienen capacidad real de decisión. Apenas representan tenerla.

Cuando la comunicación política se identifica con mercadotecnia electoral, los programas electorales se conciben como ofertas comerciales dirigidas a consumidores-espectadores. La escenificación desplaza y reemplaza la actividad política. Y esta se convierte en un teatro ficticio donde nada es lo que parece y todo es puro fingimiento. Las tecnologías digitales aceleran y extienden esta tendencia, que viene de lejos (al menos cuatro décadas). Este espacio “público” (privatizado por las plataformas corporativas) nos obliga a (di)simular quienes somos en una “marca digital”. Y, siendo todo marketing, desaparece la diferencia entre mentira-verdad, falso-auténtico, virtual-real, poniendo en riesgo nuestra percepción y experiencia del mundo.

Frente a los manidos recursos comunicativos de la “clase política”, Waldo-Trump despliega “espontaneidad”, “improvisación” y “naturalidad”. Aunque ensayadas durante años y guionizadas, sus intervenciones ofrecen aire fresco para unas clases populares que se sienten ajenas a los tejemanejes de la élite (y de la que Trump simula no formar parte). Esto le permite erigirse en portavoz de los indignados y expresión del malestar social. Su “autenticidad” solo impugna la escenificación de la representación democrática que realizan sus contrarios. Y su maestría reside en protagonizar esa farsa con más eficacia, acentuando la brecha de desconfianza en las instituciones.

Esta “antipolítica” derrumba la ficción de la política convencional para imponer una “democracia” digital(izada) e inmediata: no mediada, sin intermediarios. Prescinde de representantes y mediadores profesionales, sean políticos o periodistas. De modo que la (ultra)derecha digital exige dimisiones y gobiernos de concentración nacional (al margen de los resultados en las urnas, como en España). O despliega la Guardia Nacional y criminaliza el antifascismo, como en caso de EE.UU. Pero estas medidas suponen un salto al vacío. Quedamos a merced de quien mejor manipula la (in)comunicación digital a su favor.

El productor de Waldo pretende que las tecnologías digitales sustituyan a la política. La participación ciudadana se limita a expresar “me gusta” o “no me gusta” ante las medidas erráticas o arbitrarias de un líder autoritario. Esta “democracia directa” – en realidad mediada por Facebook y compañía – consiste en que el pueblo ovacione o abuchee. Pulgares arriba o abajo, como en el circo romano. La pseudocracia del César digital hace suya la voz de las mayorías “silenciosas” e “indignadas”, mientras que estigmatiza y criminaliza a las disidentes.

Waldo-Trump es, ante todo, una marca digital exitosa: puro vacío, rellenable de cualquier contenido. Esta “pospolítica” vacía los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad o la sororidad. Y los sustituye por aporofobia, xenofobia y misoginia.

La alfabetización mediática ayuda a frenar el auge reaccionario del cesarismo digital. Las medidas urgentes y paliativas adoptadas por las redes no bastan. Deben regularse legalmente para incrementar la libertad de expresión, no para concentrarla en pocas manos. No pueden monopolizar el espacio público y, en cambio, debieran convivir-competir con redes públicas y ciudadanas que neutralicen los bulos y los discursos de odio en la Red. Pero antes debemos contar con  competencias digitales para identificar la desinformación digital y a los actores que se lucran (económica y políticamente) de ella. La pseudocracia, el gobierno de la mentira, se neutraliza con conocimientos y herramientas para contrastar “la verdad” y “la realidad”, con autonomía y colaborativamente. Nunca para imponer la “verdad única”, que sostenemos con el único aval de una “marca digital ganadora”.

En Data Detox, Tactical Tech y Mozilla (un colectivo tecno-activista y una fundación de código libre) exponen de manera sencilla los tipos de desinformación y proponen ejercicios para convertirnos en investigadores de fake news. Sobre la Covid-19, Mike Caufield desarrolla en su blog un método muy sencillo y rápido para identificar mentiras en la Red.


Black Mirror está disponible en Netflix. Animamos a compartir las cuentas de la plataforma con familiares y amigxs. Para ello disponemos de Netflix Party (la pega es que solo funciona en Chrome); y la plataforma Kast. Si conocéis otras opciones estaremos encantados de conocerlas.

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